Como nutrióloga que trabaja para compañías productoras de alimentos, siempre me da satisfacción conseguir que estas empresas realicen acciones que impulsen la promoción de hábitos saludables. Me ha tocado desde desarrollar un sitio en redes sociales sobre la importancia de consumir fibra, tomar agua y aumentar el consumo de verduras y frutas, hasta coordinar congresos académicos, publicaciones de libros y proyectos en escuelas. Incluso, cuando trabajé para una compañía productora de lácteos, el equipo de nutrición y mercadotecnia, hizo un niño gigante que se instaló en el Zócalo capitalino. Ahí, la idea era entrar por la boca y salir por el ano (literal) para explicar la importancia de la salud digestiva. Desarrollé el guión con el que las nutriólogas ofrecían el recorrido y lo validamos con la Asociación Mexicana de Gastroenterología, hasta diseñar las partes internas del cuerpo.
Todas esas estrategias buscaban ofrecer a la población un recurso invaluable para todo ser humano: la educación en nutrición. Desafortunadamente, en nuestro país la nutrición no se enseña lo suficiente, ni de la mejor manera.
De lo anterior, rescato una anécdota personal reciente. En una de las clases de mi hijo en kínder 1, el tema a tratar fue la alimentación. Imaginé cómo centrarían los mensajes: la típica clasificación entre “buenos” y “malos”. Es una pena que en México se limite un tema tan importante y con tantas aristas a estos dos calificativos. Cuando la docente les mostró a los niños de entre tres y cuatro años de edad, dibujos de diferentes alimentos y les pidió señalar los que identificaban como “chatarra”, la mayoría respondió sin dudar, pero mi hijo, lo primero que hizo fue voltear a verme y preguntarme: “¿Qué es chatarra?”
En casa le he enseñado sobre la importancia de incluir diferentes alimentos, a disfrutar su preparación y consumo. Durante esta pandemia aprendió a hacer pizza con su papá y es una de las actividades que más disfruta. A sus pizzas les pone espinaca, lechuga, brócoli o cualquier otra verdura. Por cierto, la pizza fue uno de los ejemplos más mencionados en esta clase como alimento “malo”, por lo que podrán imaginar la confusión o falta de comprensión que se derivó en ese momento en mi hijo.
Investigadores del Departamento de Psicología de la Universidad de Constanza en Alemania, han estudiado que la prohibición del consumo de alimentos es contraproducente y podría aumentar el riesgo de sobrepeso y trastornos de la alimentación a largo plazo.
De igual manera, autores como Lauren G. Block, en el área de política pública y mercadotecnia, han sugerido consideran una perspectiva centrada en la conducta alimentaria y por lo tanto en el bienestar.
Lo más común es la asociación que se tiene de que los alimentos “no saludables”, saben mejor. Sin embargo, los investigadores R. Mujcic, y A. Oswald observaron en una encuesta nacional en población adulta de Australia, que el consumo de alimentos más saludables como verduras y frutas tienen efectos beneficiosos sobre diferentes indicadores de bienestar como felicidad y satisfacción de vida a largo plazo. Ellos concluyeron que el consumo de verduras y frutas ofrece un incremento en la felicidad, satisfacción y bienestar de vida en un periodo de dos años.
Otros autores, como R. Raghunathan junto con sus colegas, identificaron que los consumidores creen que el sabor y la salud no se pueden relacionar. Es decir, entre más indulgente es el alimento (aquellos que aportan más grasa, azúcar y sodio) se disfruta más su sabor y no prestamos atención a los efectos positivos del consumo de alimentos saludables. Es decir, quizás los seres humanos hemos aprendido que los alimentos o te aportan salud o te aportan satisfacción.
El día a día de las compañías de alimentos está centrado en la venta de sus productos. Por lo tanto, la mayoría de sus recursos están dirigidos a lograrlo. Sin embargo, un elemento clave para mantener la credibilidad de las compañías y sus productos es invertir en educación en nutrición.
Me vienen a la mente diferentes anécdotas donde no solo me tocó convencer personalmente a altos directivos para llevar a cabo un proyecto de educación en nutrición para la empresa, o hacerles ver que el retorno de inversión de una actividad como éstas es a largo plazo y abona directamente a la credibilidad de las compañías.
Ante tanta confusión que está generando el etiquetado frontal de advertencia en alimentos y bebidas no alcohólicas, está claro que se requiere un soporte para que el consumidor verdaderamente aprenda a tomar mejores decisiones más allá de una etiqueta.
Si la industria de alimentos no está lista con acciones que impulsen el consumo de alimentos como verduras, frutas, leguminosas, agua, etcétera, y sólo centra sus esfuerzos en un tema como la reformulación, o se resigna a que sus productos tengan sellos, no hemos aprendido aún que la responsabilidad de vender alimentos tiene que ver también con el valor de la educación. No solo trae beneficios a la población sino a las mismas empresas.
Algo que he aprendido como profesional de la salud dentro de la industria de alimentos es que la credibilidad no se gana, simplemente se pierde. Por lo tanto, la industria de alimentos sí es responsable de promover el consumo de opciones más saludables, y de generar estrategias que impulsen la educación en nutrición.